París (2)
El último día del año, ya resignados a no volver a ver el sol hasta Barcelona, fuimos mi novia y yo a visitar la Torre Eiffel. Ya habíamos tenido lluvia y nieve. Hoy tocaba bruma.
Mientras caminábamos, nos asediaban los vendedores ambulantes con recuerdos de la visita. Lamentablemente, no había nada de variedad, ni de artesanal, en los recuerdos. Todos ofrecían exactamente los mismos llaveros con una Torre Eiffel pequeñita, seguramente fabricados en China, aunque muy bien hechos. Debería haber comprado uno.
Pasamos junto al museo de Orsay (¿o era el del Hombre?), que dicen que es muy recomendable, incluso más que el Louvre, pero que quedará para otra visita. Desde la terraza del Palais de C, la gente miraba la Torre.
Debajo de la torre, los jardines del palacio.
Cruzamos los jardines y el puente y llegamos a nuestro destino. Descubrimos que había unos 400 metros de cola, que dos de los ascensores (ubicados en las patas de la torre) no funcionaban, que quedaba sólo uno para subir y otro para bajar, y que el que subía de a ratos no llevaba a las plantas superiores. Es que la torre tiene tres niveles, y al comprar el ascenso hay que elegir si uno va a ir a la primera planta únicamente, o sólo a las dos superiores.
Es difícil apreciar la escala de la construcción en una foto, pero realmente impresiona por su altura. Creo que es además el edificio más alto de París, y en su cúpula hay una antena de radiodifusión. En los días claros, se la puede ver desde pueblos que están a decenas de kilómetros de distancia. Por la noche, un faro azulado gira 360 grados iluminando la lejanía.
Esta era la vista de la torre desde la cola, unas dos horas antes de finalmente conseguir entrar.
Esperar esas dos horas, dos horas y media, fue el momento más penoso de toda la estancia en París. Estábamos bajo cero, junto al río, con bruma y viento, casi estáticos, y mal abrigados. Daba un poco ganas de llorar, o de comenzar a matar franceses, no sé. Saltar en el sitio, o irse parando en un pie y luego en el otro, ayudaba un poco a evitar la gangrena. Estaba tan hastiado que con una mirada hice que un colado, que era un armario que pesaba el doble que yo, se arrepintiera y se saliera de la fila. Le hubiera pegado por menos, y eso que no soy violento. Pero ya hablaré del ambiente de hostilidad parisino.
No sé, al menos podrían hacer que la cola fuera en espiral, y rodeada por cintas, para que haya un poco más de calor humano y para que nadie se cuele. Justo en el momento en que estábamos por pagar, habilitaron el acceso a las plantas altas, que hasta ese momento estaban cerradas por la escarcha, así que nos apretujamos en el ascensor, que da un poco de vértigo.
Pasamos rápidamente por la primera planta sin frenar...
No me gustaría ser mecánico de la torre. Pensar que gran parte la construyeron en invierno, alimentándose con patatas hervidas... Como dice la frase, "no hay nada que no puedas conseguir teniendo imaginación, determinación, y una cantidad ilimitada de mano de obra barata".
Los techos parisinos son una de las cosas que más me gustaron de la ciudad. Dicen que, en la Segunda Guerra Mundial, la ciudad se rindió rápidamente para evitar ser bombardeada.
Algunas vistas más desde la segunda planta...
Todavía quedaba subir algo así como la mitad.
Después de comer algo ligero, subimos a la cima de la torre. La bruma era intensa, y el metal goteaba humedad, que el viento arrojaba sobre los pobres infelices que estaban todavía haciendo cola.
El Parc du Champ de Mars:
Después de un par de horas visitando la torre, bajamos y caminamos rápidamente para intentar recuperar algo de calor. Sí, el tema central de esta visita es el frío. Nos metimos en el primer restaurante cálido que encontramos, aunque no se pudiera fumar.
Ya se hacía de noche, y eran algo así como las 5 ó 6 de la tarde. Esta iglesia me gustó:
Era fin de año, así que se nos unió mi primo y fuimos a cenar a un excelente restaurante italiano, hasta que pasamos a estar en el 2009. Salimos a dar una vuelta por el Barrio Latino:
Después de tomar algo en un bar, regresamos al hotel. El metro era gratis, para evitar que la gente condujera borracha, lo cual me parece una medida muy inteligente. Como la borrachera parisina parece que dura mucho, el día siguiente también se viajaba gratis, aunque no nos enteráramos y la máquina aceptara gustosa nuestros tickets.
Por la mañana del primero de enero fuimos al Louvre, pero estaba cerrado, así que nos metimos en el metro y subimos a Montmartre, donde se encuentra la basílica del Sacré Coeur.
Unos minutos después llegó mi primo Lautaro, un campeón entre campeones:
Entramos a ver un poco cómo era la basílica por dentro.
Montmartre tiene fama de ser un barrio de artistas. Probablemente ya no lo sea, pero las plazas están llenas de pintores que intentan vender sus obras, algunas de ellas muy interesantes.
Comimos en un restaurante típico del barrio. Por típico en Montmartre se entiende un lugar agradable, con piano en vivo, y mesas tan juntas que es imposible abrir mínimamente los codos para comer. No pude convencer a mi primo de que tocara algo en el piano, pero a cambio descubrí la mustarda, una mostaza típicamente francesa que es muy fuerte y no se te va de la boca en horas.
Atravesamos caminando un barrio de moros. Nuestro objetivo era llegar al bar de frente al Pompidou, donde recordábamos con una lágrima en el ojo sus radiadores y sus ceniceros. Tapados con la bufanda hasta la nariz, pasamos frente al Moulin Rouge.
Otro edificio emblemático de la ciudad de las luces, las Galerías Lafayette (iguales a las de Mar del Plata):
Después de una dosis de calor y tabaco, nos echaron otra vez del bar, así que volvimos al hotel.
El último día lo dedicamos al Louvre, donde llegamos justo antes de que la cola duplicara su largo. En el centro, la polémica pirámide de vidrio, que en su momento casi desencadena una crisis política en Francia y que es central en El código Da Vinci. Funciona como entrada: las taquillas están justo debajo.
El museo es demasiado grande como para recorrerlo en un buen día. Así que, como buenos turistas, decidimos ir a ver la Monalisa y algunas otras obras de arte famosas. De hecho, la Monalisa es el gran hit, tanto que hay muchos guardias cuya única función es hacer que la gente circule. Resultó imposible sacar una foto frontal. De hecho, como es la única pintura protegida con un cristal que refleja, y la distancia mínima era de varios metros, no sólo no se la puede apreciar bien, sino que en realidad ni siquiera se la puede ver.
Aquí se puede ver a la gente apelotonada para verla (la pintura se encuentra a la derecha, fuera de cuadro). La única persona que triunfó fue una señora en silla de ruedas, a la que la dejaron acercarse hasta al lado.
Una pintura bastante macabra:
La Virgen de las Rocas, otra pintura central del libro de Dan Brown. Está un poco perdida entre otras, así que nadie la miraba, y estoy seguro de que más de uno quería verla, aunque sólo fuera por el libro.
La iglesia de los muertos vivos (y un poco metálicos, también):
Como dice Kundera, en pintura los niños sonrientes son siempre diabólicos. El autor checo explica que eso es porque antes se consideraba que cuando alguien ríe, deja de pensar, y no pensar es la puerta de entrada al diablo. También son curiosos los pechos de la mujer (los tiene de hombreras). Creo que el pintor no había visto una teta en su vida.
Este fue uno de los cuadros que más me gustó de la exposición. Me suena a Rembrandt. Creo que muestra las ruinas de un templo pagano, de esos que han derribado por toda Europa para poner una iglesia encima.
Y con esto termina la visita al Louvre. La verdad es que no me gustó demasiado como museo. Aunque puede deberse al cansancio y al hambre, creo justo criticar que el museo se rige más por el principio de acumulación que por un criterio estrictamente estético. Hay salas enormes que tienen un cuadro idéntico al otro. Por ejemplo, hay tres salas enormes dedicadas a la pintura del XIX de Francia (¿o era Inglaterra?). Todos los cuadros son religiosos, y en todos ellos hay un personaje importante pintado en un azul francia casi fluorescente que no tiene nada que ver con el resto de los colores utilizados. Y uno recorre decenas de artistas, y todos con los mismos principios artísticos. Con media sala alcanzaba. Seguro que tienen en el depósito cuadros mejores. También es notoria la carencia de autores españoles: sólo tienen un par de cuadros perdidos en un rincón. Por supuesto, descubrí algunos cuadros espectaculares que no conocía en absoluto. Pero creo que hay demasiada paja y poco trigo.
Y ya que estamos con las opiniones cuestionables, terminaré el post sobre mi visita a París comentando una de las cosas que más me llamó la atención. Todos vimos por la tele los incidentes en los suburbios parisinos, con miles de coches quemados, de hace ya varios años. Los suburbios, auténticos commieblocks, hablan claramente de falta de integración y hasta discriminación. Esto también se nota en otras ciudades, como Amsterdam o Bruselas, por ejemplo.
Pero en París había algo diferente, palpable en las miradas, en la forma de caminar, y en cierta falta de civismo. Había resentimiento, había agresividad, había miradas desafiantes, como quien busca pelea. En ninguna ciudad europea había sentido tanta hostilidad general (ni la he vuelto a sentir desde entonces, y hasta se me contagió un poco durante mi visita). No sé cuáles serán las culpas de la sociedad francesa, según dicen se debe a que los inmigrantes musulmanes de primera generación aceptaban mansamente tener menos derechos que los nativos, mientras que la segunda generación, la actual, no acepta la situación. Puede ser. Pero, en breve, me pareció una sociedad con algunos problemas. Mientras caminaba por sus calles, pensaba que si la relación entre hostilidad y coches quemados fuera proporcional, en Argentina irían todos en bicicleta. En cualquier caso, otra vez, sigo prefiriendo la vida en Barcelona.