Google
 
Web En este blog

viernes, julio 17, 2009

Cerdeña (1)

En agosto del año pasado volamos a la isla italiana de Cerdeña. Aterrizamos en la ciudad de Alguer, situada en el noroeste, y la idea era recorrer en cinco días todo lo posible. Al final nos alcanzaría sólo para la costa norte, ya que se trata de una isla muy grande (75% de la superficie de Cataluña) y, como suele suceder en las islas, con muchísimos kilómetros de costa y playas. Pero, si es por mí, volvería todos los años.

En este mapa se ve, en verde, la ubicación de la isla:


Alguer es una ciudad con mucha historia, que ha pasado varias veces de manos y en la cual aún sobrevive el catalán. Es una ciudad fortificada, con mucha vida nocturna.





Esa noche nos quedamos en una casa de campo, que si bien no estaba junto al mar, tenía de todo. Era un Bed & Breakfast con sólo dos habitaciones muy amplias y luminosas (al estilo de las típicas películas italianas), con piscina y gente muy amable. Estas fotos son de la mañana siguiente.



Esa mañana fuimos a visitar la Gruta de Neptuno, una enorme cueva natural ubicada al nivel del mar, debajo de un acantilado de unos 400 metros de altura. Llegamos en un Clio negro que alquilamos (por unos 20 euros al día, muy barato) y comenzamos a bajar:


La vista, de vértigo, era impresionante:


Las escaleras también. Parecía improbable poder regresar sanos y salvos.




Después de no sé cuántos cientos de escalones, llegamos a la gruta. Descubrimos entonces que había una forma mucho más descansada de llegar: en barco. No sé cuanto cuesta, pero por mucho que sea, recomiendo pagarlo. O llegar nadando.


La gruta en sí es impresionante, aunque mi cámara haya decidido dejarme muy pocas fotos presentables. Tardamos como una hora en recorrerla.










Al salir de la gruta empezaba lo difícil. Subir el acantilado con 32 grados y sin agua es toda una experiencia. Pasar dos días reaprendiendo a caminar también lo sería. Durante un momento pensé en robarme un pasaje del bote. Durante otro pensé en romperle el motor, para tener más compañía durante el ascenso.


Fuimos entonces hacia Castelsardo, una ciudad hermosa ubicada en la mitad del norte de la isla. Antes de llegar jugamos un poco a perdernos por las carreteras de la isla, que, dicho sea de paso, son tan estrechas que, no importa lo peligrosa que sea la curva, hay que ir bien pegado al borde derecho, porque todas son de ida y vuelta.


Comimos una pizza (faltaba más) en el único sitio que encontramos abierto. La comida en la isla es muy buena y mucho más barata que en Barcelona. Un rato después fuimos a ver la roca del Elefante:


El paisaje de Cerdeña es increíblemente variado, tiene de todo en pocos kilómetros, y suele tener mucha vegetación. De hecho, ver esta llanura me llamó tanto la atención que le hice una foto.

El pueblo de Castelsardo me había encantado, y regresamos para buscar un hotel, con balcón y vistas al mar.

Si bien aquí la arena era marrón, encontraríamos luego otras playas con arena blanca y hasta casi negra.


En la cima del monte se alzaba una antigua fortificación.


Otra foto del pueblo. Es que, entre el buen clima, el aire mediterráneo, y el colorido de las casas, me hubiera quedado a vivir allí.


Arrastrando nuestras piernas (hasta el día siguiente no conoceríamos la gravedad de la situación), subimos caminando el monte y nos metimos en el casco antiguo de la ciudad. Pero antes, unas fotos del atardecer sobre el mar:




A lo lejos, la isla francesa de Córcega:


Caminamos por las murallas de la fortaleza. La mayoría estaban totalmente a oscuras, y no nos llegaba la luz de la ciudad. En un par de ocasiones casi caigo al vacío, pero mis instintos de casi ciego me salvaron la vida. Esto pasa por acostumbrarse a que en todas partes haya indicaciones de peligro: cuando no las hay, uno no termina de creerse que lo dejen caer tan fácilmente.



Cenamos en el restaurante de una viejecita italiana muy simpática. Cerca, una banda de música tocaba para nadie, en la oscuridad.

Ya se habían encendido todas las luces del pueblo:


En varias paredes había colgantes de este tipo. Tal vez sirvan para ahuyentar los malos espíritus. O sean un anzuelo para gigantes.


(Ahora, casi un año después, me doy cuenta de que seguramente eran para colgar la basura, y la botella es para que nadie se saque un ojo).

Nos fuimos a dormir. Al día siguiente seguiríamos hacia el este, en busca de la tierra prometida, de arenas blancas y mar turquesa. Pero, en realidad, a mí ya me alcanzaba con un pueblo así.


Al día siguiente continuamos hacia la costa este, la zona más lujosa de toda la isla, llena de playas de arenas blancas y aguas transparentes.

No hay comentarios: